Ignoramos la enología universal
y nos dejamos llevar por mostos de cuarta o
simples botellas sin molestarnos en
leer la etiqueta.
Solo distinguimos entre vino tinto, blanco o
rosado. Mientras tanto, cubrimos con velo al albillo,
al atabernado, al de garnacha… Y, sobre todo,
silenciamos al peleón, que es el ordinario.
Nos conformamos con un buen vino de mesa
sin tener en cuenta el origen ni la fermentación, pues
poco importan la uva o su clasificación. Crianza, reserva
o gran reserva ya son palabras mayores.
Y al demonio con el año, el lugar, el racimo, la vendimia o
la elaboración. Y que se abstengan los paladares exquisitos
y demás bataclanes, que ya se encargan los grandes enólogos
de encorchar bodegas y de embriagar hermandades.